Era mediodía en París. Llevaba más de 12 horas viajando, haciendo
trasbordos y con hambre. Estando en el gran aeropuerto de Orly, Francia,
tomó el bus de servicio público camino al hotel. Por la distancia y
dado el valor del euro, la opción era tomar esa especie de MÍO.
Iba con tantas maletas, equipaje de mano, regalos para su mamá y
sus hermanas, documentos que hay que tener a la mano y una gran chaqueta
para el frío, que no notó que algo le faltaba.
Después de un buen trayecto por la Ciudad Luz, llegó al hotel. Al
fin respiró tranquilo. Sólo se veía en su habitación descansando. Pero
oh sorpresa. Cuando se fue a registrar, buscó el pasaporte y notó que
había olvidado un maletín tipo morral.
No se trataba de cualquier morral. Era justo ese donde guardaba lo
más preciado. Su pasaporte, sus documentos personales, su dinero para
los gastos de esta travesía, su IPad, los obsequios familiares, los
tiquetes para los otros vuelos restantes y un tesoro invaluable que le
había sido encomendado por su gran amigo, César Mauricio Velásquez,
embajador de Colombia ante la Santa Sede.
Se trataba nada más y nada menos que de la reliquia del beato Juan Pablo II, un obsequio que le envía el Papa Benedicto XVI a la comunidad católica de Cali.
Es un estímulo divino para el templo que el sacerdote Manuel Felipe
Forero busca levantar al sur de Cali y que le llegó con la autorización
para llamarla con el nombre del beato.
El diplomático había querido encomendársela a alguien que fuera muy
cercano a él, de confianza para que entendiera la responsabilidad de lo
que traía, y sobre todo, un católico confeso, practicante y creyente en
Dios.
Como si fuera el elegido divino, Daniel García Arizabaleta, ex director nacional de Invías, andaba de vacaciones por Europa.
Cuando llamó a su amigo César Mauricio para saludarlo, éste le pidió
que fuera personalmente a su despacho. Tenía una misión casi celestial
que encomendarle. O eso que los vallecaucanos llaman en cristiano
“encargo bugueño”. Aquello que no se puede perder, ni dañar, ni demorar,
ni mandar con nadie más. Sólo entregar a su destinatario.
Era la reliquia que contiene una minúscula muestra de sangre del Papa
Juan Pablo II, de las cuales dos estarán de tránsito para peregrinación
en Cartago y Cartagena. Pero la de Cali quedará para siempre en la
parroquia que llevará el nombre Beato Juan Pablo II. Es el regalo que le envió la Santa Sede.
Algunas personas especulan que la muestra sanguínea le fue tomada
cuando sufrió el atentado de 1983, por Ali Gagca. La Iglesia afirma que
fue cuando le hicieron unos exámenes en los últimos días de su vida,
antes de morir, en abril de 2005.
No era una encomienda difícil de traer por su tamaño físico, pero
sí por la grandeza y trascendencia que tiene para la Iglesia Católica.
Este diminuto cofre de 4 cms por 4 cms. y que no pesa más de 10 gramos,
no causaría penalidad por exceso de equipaje.
Además, cómo negarse ante ese favor que le solicitaba su amigo. Es más,
para un creyente total como Daniel era un privilegio traerla. Por eso
mismo, casi entra en shock cuando se percató de que había perdido
justo ese maletín donde la guardó. Pudo ser el de los souvenirs o la
ropa. Pero no, era el de la reliquia.
Ahí, su misión de traerla, que hasta ese minuto había sido casi
divina, se tornó en una misión terrenal digna de las aventuras de Tom
Cruise en su saga Misión Imposible. O de James Bond en las películas del
agente 007 para recuperar algo no reemplazable como el pasaporte. O los
euros. O el IPad.
Daniel es egresado del Liceo Francés Paul Valery de Cali y ha
estado en Francia en varias ocasiones. Pero cuando trataba de explicarle
a los conserjes del hotel parisino, nadie le entendía su francés. Él
quería expresar su angustia y su urgencia de recuperar la maleta
perdida, pero no lo lograba.
Entonces recordó que también hablaba inglés. Había estudiado y había
ido un año de intercambio a los Estados Unidos. Y echó mano del idioma
anglo para tratar de hacerse entender. Pero parecía que nadie
dimensionaba su desespero. Al final, lo dijo en una especie de
papiamento en la que mezclaba francés, inglés y español.
En medio de esa Torre de Babel, él quería devolverse al aeropuerto,
pero corrió a la estación del bus más cercana. Allí monsieur Dupiré,
un conductor, le dijo lo que ya había oído en el hotel, pero él en su
desespero no aceptó: tenía que ir a la Estación de Policía, pero ¿a
cuál si en París hay más de 200? Había tres estaciones cerca, pero le
insistieron, vaya a la más próxima.
No fue capaz de esperar el Metro. Salió corriendo, asistido por un
mapa como guía, para encontrar la anhelada estación de Policía. Llovía
mucho, el mapa se deshizo pero llegó a la estación CP14 119 Avenue Maine
París 19.
Y oh la lá: la otra sorpresa. La ruta por donde iba el bus estaba
acordonada, los pasajeros habían sido transbordados y nuestra suerte de
James Bond criollo se encontró con un ejército de agentes de la fuerza
de antiexplosivos de Francia y sus equipos, ante la amenaza de una
bomba.
Las declaraciones que habían dado los pasajeros era de que un hombre
alto y “de piel oscura” (trigueño, como los árabes) había dejado un
maletín en el bus. Podía ser una bomba.
Cuando llegó el jefe antiexplosivos, pidió ver el maletín y la
primera opción es hacer una detonación controlada. Pero una voz interior
le dijo milagrosamente al agente que ese maletín no parecía ser lo que
decían que era y que prefería abrirlo primero para ver su contenido.
De manera providencial, como diría García Márquez, mientras aparecían
ante sus ojos los documentos, el IPad, los euros, llegó Daniel a
tratar de explicar que él era el dueño del maletín. El Jefe de Policía
de esa área, chef Malevialle, comenzó a preguntar datos sobre el
contenido para verificar si él era el dueño. Milagrosamente también,
tenía la cédula en su billetera y así pudo comprobar que su nombre
coincidía con el del pasaporte y los pasabordos de los otros vuelos que
debía tomar.
Cuando Daniel recuperó la reliquia, la chispa divina le volvió al
cuerpo. Él creyó que ya había perdido la gracia de Dios y que hasta lo
iban a ex comulgar.
Fue cuando le preguntó al chef Malevialle: ¿Usted cree en Dios? El
agente respondió que sí. Entonces García Arizabaleta sacó la reliquia:
¿Usted sabe qué es esto?, preguntó de nuevo: Y el chef dijo: “Es una
medalla”. “No, le explicó García, “es la sangre de Juan Pablo II, y debo
llevarla a Colombia. Es lo único que no tiene precio”.
Fue cuando el chef le dijo: “Este maletín pudo ser robado,
pudo ser detonado en forma controlada, como usualmente hacemos; pudieron
pasar muchas cosas, y no pasaron. Lo que ha ocurrido aquí es un
milagro”.
Así fue como esta cadena de milagrosas coincidencias permitió que
Cali y los caleños tengan en forma permanente la reliquia de Juan Pablo
II, después de haber estado perdida durante tres horas en una ciudad de
doce millones de habitantes. Amén.
Tomado del el Periódico El País de Cali