sábado, 11 de mayo de 2013

La pionera de los santos en Colombia

La Madre Laura Montoya Upegui, es la primera santa en la historia de Colombia. Una mujer enamorada que no ahorró fuerzas para hacer lo que Dios le pedía, siempre atenta a su voz, obediente, inteligente y de profunda fe en sus promesas. Fue, sin duda, una colombiana generosa y audaz, dispuesta a servir a todas las almas.

Desde el día de su muerte, el 21 de octubre de 1949, su fama de santidad se ha extendido por diferentes regiones y países. Su causa de canonización se inició en 1963. Luego de una rigurosa investigación fue declarada venerable, el 22 de enero de 1991: es decir, la Iglesia certificó que Laura había vivido en grado heroico la fe, la esperanza, la caridad, la humildad, la pureza, la sinceridad y todas las demás virtudes que una persona, con la Gracia de Dios, puede llegar a vivir.


Una mujer auténtica, valiente y de paz que sirvió a los pobres, excluidos y enfermos sin ahorrar esfuerzos, venciendo toda clase de obstáculos para poder cumplir la misión que Dios le pedía por el bienestar espiritual y humano de los indígenas en las selvas recónditas de nuestra Patria.

El cariño a la Madre Laura no tiene límite, por que en la vida de los santos, la muerte no es olvido, la muerte es vida y el paso del tiempo los revive en la memoria y devoción de las personas que los acogen como mediadores ante Dios, tal como le ocurrió a la señora Herminia González, que al acudir a la intercesión de la Madre Laura, se curó de cáncer sin ninguna explicación médica en 1993 en Medellín. Con este milagro, estudiado por los investigadores de la Congregación para la Causa de los Santos, fue beatificada el 24 de abril de 2004 en Roma por el hoy beato Juan Pablo II.

Pero el camino a los altares tenía que continuar, faltaba un nuevo milagro para su canonización, y así poder pasar de beata a santa. Y este milagro llegó. Carlos Eduardo Restrepo, médico de 33 años, pidió a Dios, a través de la intercesión de la Madre Laura, su inmediata curación. Tenía una infección en todo el cuerpo, perforación en el esófago y mediastino y pocos días de vida. El 13 de enero de 2005 comenzó a recuperar fuerzas y la herida del esófago sanó, todo en un mes y de manera inexplicable. Como médico anestesiólogo documentó el milagro y en 2008 viajó al Vaticano a dar fe y razón de su curación. El hecho fue investigado durante seis años y en junio de 2012 el Papa decretó el milagro.


El 11 de febrero de 2013, durante un Consistorio, el Papa Benedicto anunció la canonización de la Madre Laura Montoya y luego, de manera sorpresiva, renunció al pontificado, como no había sucedido en los últimos 600 años.

La alegre noticia de la canonización de la santa, definida para el 12 de mayo, quedó de momento en segundo plano, ante el impacto de la decisión del Papa. Días después, el 13 de marzo, el conclave eligió al cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio, nuevo Pontífice, primero en la historia venido de América. El Papa Francisco, conocedor de la vida y misión de la  Laura ha sido quien, por designio de la Divina Providencia, le ha correspondido llevar a los altares a la primera santa colombiana. Dos hechos sin precedentes en la historia de la Iglesia.

Nada en la vida de nuestra compatriota fue fácil. Nunca perdió el horizonte de su vocación, siempre creció en piedad a la Eucaristía, fue perseverante en sus ratos de oración y mantuvo la sencillez de la piedad que aprendió de sus padres, don Juan de la Cruz Montoya y doña Dolores Upegui.

A las cuatro horas de haber nacido, el 26 de mayo de 1874 en Jericó, municipio cafetero del departamento de Antioquia, en Colombia, sus padres la bautizaron y desde aquel momento la fuerza de Dios la transformó.

Cuando tenía dos años, su papá fue asesinado por defender la religión y la patria, en una época de conflicto y persecución a la Iglesia en algunas regiones de Colombia. Doña Dolores Upegui y sus tres hijos (María Laura de Jesús, Carmen y Juan de la Cruz) quedaron en orfandad y pobreza. De niña, Laura mendigó cariño y alimento y muy poco recibió, incluso fue rechazada por algunos familiares, pero nunca albergó odio o resentimiento. Ya era un alma grande.

Pero en medio de tantas dificultades, Dios la premió con la vocación a la vida religiosa, como un beso divino de predilección, y así colmó su alma con amor encendido a la Eucaristía, a la oración y al trabajo sin límite. “Tenía sed de Dios y quería ir a El como bala de cañón”, dejó consignado en su Autobiografía.

Laura no fue una activista social, ni líder citadina a favor de los indígenas y pobres. Tampoco fue una mujer dedicada simplemente al hacer cosas y ejecutar labores. Laura, como todos los santos y santas, fue una enamorada de Dios que por Dios hizo todo lo que conocemos, agradecemos y conservamos.
La fidelidad a la vocación recibida la llevó a fundar la Congregación Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Sena, años después conocidas como “Las Lauritas”. Con un puñado de amigas rompió esquemas de la época y se lanzó, con la fuerza de Dios, a un trabajo heroico al servicio de los indígenas de las selvas de Colombia.

Así lo recordaba ella misma al escribir sobre los inicios. “Necesitaba mujeres intrépidas, valientes, inflamadas en el amor de Dios, que pudieran asimilar su vida a la de los pobres habitantes de la selva, para levantarlos hacia Dios”. A las jóvenes que se fueron sumando a la Congregación les enseña que la energía para poder ir a evangelizar está en la Santa Misa y en la oración. “…en las selvas la presencia de Dios es distinta, pero el amor debe saber buscarlo y hallarlo en donde quiera que se encuentre”.

Toda su vida soportó la calumnia, el destierro y las humillaciones, pero nunca se detuvo en la misión que el Cielo le pedía. Tampoco guardó rencores: fue una mujer de paz, con verdad y perdón, de trato humilde, alegre y sincero, sin máscaras ni rodeos.

Su ritmo de vida le acarreó enfermedades que llevó con fortaleza y buen humor. Llegó a pesar tanto que no podía caminar y los últimos nueve años los vivió en una cama y en silla de ruedas. La quietud física la aprovechó para orar más ante el Sagrario, en la capilla del convento en Medellín, y también para escribir, dar asistencia espiritual y humana a sus hijas de la Congregación y terminar su Autobiografía, fruto de la obediencia y voluntad de sacrificio.

A su muerte, en octubre de 1949 en Medellín, “Las Lauritas” eran 467, tenían labor en tres países, (Colombia, Venezuela y Ecuador) y 90 casas. Estos frutos son la mejor demostración de que Dios había bendecido la vida generosa de la Madre Laura y de que acompañaría para siempre a sus hijas. Un ejemplo para las nuevas generaciones y una voz que grita desde el Cielo a los jóvenes de Colombia y el mundo: ¡Dios no supone un estorbo para la felicidad! ¡Dios es más grande que las riquezas de este mundo! ¡Una vida generosa es más bella que una vida mezquina, egoísta y triste!
Es también la voz de Benedicto XVI que, al decretar la canonización de la  Laura, anima a los jóvenes al servicio generoso: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo.[1]
Santa Laura de Jericó llega a los altares y se inscribe en el libro de las almas bienaventuradas, algo así como la deportista número uno que recibe la medalla de oro de los olímpicos de la espiritualidad de manos del Papa Francisco, en plena Plaza de San Pedro y en el Año de la Fe (2012-2013). Ella, como buena paisa, es la pionera de la santidad en Colombia que abre trocha a todos los santos y santas que ya están en camino, almas grandes que en la tarde de la eternidad dan luz y calor a quienes de buena voluntad buscan el amor de Dios.

[1] Homilía del Papa Benedicto XVI en la Santa Misa de inicio de su Pontificado. Plaza de San Pedro. 24 de abril de 2005.

César Mauricio Velásquez Ossa
Ex embajador de Colombia ante la Santa Sede


Roma, 12 de mayo de 2013.